De Manchester a La Oroya: Un viaje al nido de Los Cuervos

Una generación de melómanos en los Andes, donde la evocación del Manchester de Morrisey ha sido el soundtrack de la minería peruana del último siglo. Una historia desbordada por el plomo en la sangre de sus pobladores como por la música new wave. Un legado, encabezado por Los Cuervos, se muestra hoy como una opción para salvar de la asfixia a una de las ciudades más contaminadas del mundo.

 

Y aquellos que eran vistos bailando,

eran considerados locos por quienes

 no podían escuchar la música.

Anónimo

Escribe: E.J. Villanueva

1. Alguien voló sobre el nido del cuervo

Aquel adolescente es ahora un hombre grande. Aunque este no sospeche aún su grandeza.

Ha llegado masticando un chicle infinito. Se diría que está inundado de oscuridad. El jean, el cabello, su mirada. Me ofrece su mano de bajista retirado: cinco salchichas Frankfurt. Él no sabe muy bien por qué está aquí, pero muchos en una publicación en Facebook lo han invocado; lo han declarado irrefutable. Pienso en algún sound track para este encuentro ¿musical? Se asoma a mi cabeza la intro de More you live, more you love de A Flock of Seagulls, pero mi personaje es una enciclopedia de la música new wave, de modo que aún no me quiero aventurar. Apoya su Reebok negro sobre el brazo de la banqueta adonde he reculado y se encorva para abrir una cerveza que compró en la licorería El Tigre. Esta noche después de beber en la Plaza Constitución iremos a un tributo a Los Violadores de Argentina en el Bauhaus de Huancayo. “Ah, Stuka – dice, refiriéndose al guitarrista de Los Violadores–. Una vez le hice taxi y terminamos en una borrachera”. 

De pronto alguien llama a su celular. Contesta. “Dime. Ajá. Un periodista. Iremos al tributo, ¿vienes?”

Cuelga.

–      The Crows o Los Cuervos – empieza a declarar con acento de aristócrata – era un grupo de chicos que se dedicaba a escuchar música.

Fin del reportaje.

Aquel adolescente que ahora es un hombre grande acaba de resumirlo. Eso es todo. ¿Qué más? ¿Por qué habría más? Todos los adolescentes escuchan música. En todos los lugares del mundo. ¿Los hacía únicos escuchar música? Bien pudieron haber sido un grupo más “productivo”: un equipo de fútbol, una junta de poetas, o quizá un club de exploradores, tal vez eso tendría más sentido; incluso pudieron formar una banda de rock, pero no. De pronto se juntaron diez, doce, trece muchachos haciendo lo que millones de jóvenes entre 1980 y 1990 hacían al frente de un equipo estéreo pero… sin escuchar, sin vivir, sin amar, more you live, more you love. Y ese era el asunto, el misterio, lo extraño… o lo que sea que me atrajo hacia el nido de Los Cuervos.

***

Ciudad de La Oroya, Perú (1921). La llegada de los norteamericanos en 1901 significó el cambio de la vida campesina a la de obrero-industrial.

Koki Flores es el nombre del viejo adolescente. Se toma otra lata de cerveza. Él de pie y yo de contrapicado. Había llegado a la cita arrastrando oscuridad, como todo lo que se ha dicho sobre el tema de este reportaje. Desde que la prensa peruana informa cada tres o cinco años sobre un nuevo grupo de niños con plomo en la sangre por la contaminación de la refinería, casi nadie ha querido ver más allá de esa única noticia en La Oroya.

–      Entonces –  la cerveza le va haciendo olvidar su tono aristocrático - la gente de esos años nos dijeron: ustedes parecen unos cuervos. ¡Yo soy un cuervo!

Sí, tú, Koki Flores, y el resto de muchachos que comentaron la publicación en Facebook y mencionaron que si existe alguna persona que pueda saber qué pasó entre 1983 y 1985 en una pequeña ciudad en los andes, a 3750 metros de altura, llamada La Oroya, y cuyos habitantes han vivido respirando por décadas los humos de una de las fundiciones más grandes de Latinoamérica, ese debía ser tú.

***

Una tonelada de páginas históricas explican lo que pasó entre 1980 y 1992 en el Perú. La mayoría concluye que fueron los años del horror, del terrorismo, de la guerra interna. La Oroya, ese pueblo que es cruce de caminos hacia Huancayo, Tarma y la capital, Lima, también fue parte del fuego cruzado, pero casi no figura en los libros de historia del Perú.

Carlos Chuquimantari, historiador oroyino, señaló que fue su cualidad de ciudad-empresa la que atrajo a los terroristas de Sendero Luminoso para hacer su “revolución”. Mientras en Lima los vecindarios ricos se quedaban en penumbras por los atentados a las torres eléctricas, un campamento en La Oroya podía encender sus luces como si fuese Navidad. La refinería metalúrgica más grande de este continente, la Centromín  Perú, contaba en ese perímetro con cuatro centrales hidroeléctricas.

Koki Flores recuerda muy bien esos años, pero no con agrado las navidades en La Oroya. Sus padres habían llegado allí a principios de los ochenta contratados como maestros de escuela por la Centromin. Recibieron un piso, servicios básicos y transporte por parte de la empresa. “Durante esos años no había mendigos en las calles”, recuerda Koki, y “mientras había humo, todo era felicidad”, me dirá más adelante Málu, un DJ oroyino que fue testigo del vuelo de Los Cuervos.

“Me iba a Lima después de Navidad”, cuenta Koki, mientras coge otra cerveza de la banqueta. Y fue entre esas vacaciones colegiales y los últimos días de 1983 que un adolescente prisionero entre cerros y chimeneas de la Centromín recibe de Lito, su primo limeño, un regalo: casetes y betamax con música grabada. Después de escuchar Don’t Change de INXS, Caterpillar de The Cure y More you live, more you love de A flock of Seagulls, al jovencito le dio igual si entre canción y canción se colaba alguna cuña de radio Doble Nueve o la publicidad de Canal 27-UHF. Lo que importaba era que aquella cosa, esa música rara, de una alentadora melancolía, lograba encajar con el paisaje metálico de La Oroya.

En el margen inferior derecho, Koki Flores a principios de los años ochenta, junto a unos amigos de La Oroya en el preludio de una fiesta new wave.

Entonces viajó hacia Lima, recorrió todos los satélites de la piratería musical de los años ochenta: las gradas de la Universidad Villareal, las galerías Brasil, quizá entró en regateos – no lo recuerda bien -  con el famoso Paco de a Luca, el  proveedor musical de la movida “subte” limeña, y compró todos esos explosivos. Volvió a La Oroya repleto. Montado sobre la carrocería de un camión cargado de frutas y pollos, y tras remontar el nevado de Ticlio atizó a lo lejos la chimenea de la Centromin echando furiosas pitadas al cielo. Bajó del camión con el cuerpo doblado, pero con el morral repleto de explosivos. Ni el camionero, ni los militares con su toque de queda, ni el mismo Koki se habían percatado de que una revolución aparte estaba a punto de estallar. ¿Las víctimas?: los oídos de tres generaciones.

2. De Manchester a La Oroya

Jechus. El gordo Jechus. Tenía una fonda en Marcavalle. Muy concurrida por choferes, comerciantes y funcionarios de medio pelo. Jechus, recordado como el que mejor  vestía entre Los Cuervos, pero el que peor sabía de música, reunía a los ideólogos de esa revolución cuando los clientes se iban de su fonda. Mientras los militares peinaban los andes de Ayacucho en busca del terrorista Abimael Guzmán, en La Oroya trece muchachos: Jechus, Marvin, Luigi, Denis, José, Paúl, Vladimir, Edwin, Oscar, Toño, Fernando y Koki se adoctrinaban en nombre de la música new wave y reverenciaban a los dioses de negro surgidos en el Manchester de los setenta.

Casi nunca coincidían los trece en la fonda del gordo, pero una élite se formaba ante las miradas sobresaltadas de los vecinos y los obreros de la Centromin. Su revolución era abierta. “Un chiquillo, casi asustado, se acercó a nosotros y me dijo qué chévere tu gorrita – era una gorra de beisbol estilo los Yankees, recuerda Koki Flores–, ¿podrías venderme una?” Por entonces, esa “élite” llamaba la atención por su vestimenta. “Todo lo que usábamos era marca Levis, pantalones, casacas Levis”, agrega, “y podías comprarlas con la ficha de tu viejo en la Mercantil o el Club Americano”. Eran los rezagos de la cultura norteamericana que había llegado a La Oroya hacía 1901. Los gringos que no solo dejaron campamentos con casitas tipo Standard, bosques de pinos, ferrocarriles, una refinería y palabras como watchman (guachimán) y staff, sino también mucho de sus pasatiempos como el golf, el básquetbol y los bolos, fueron la primera respuesta a la hipótesis sobre quiénes contagiaron el gusto por el new wave y el post punk en La Oroya.

La residencia del personal de staff enChulec, construida al estilo americano. El ingreso está restringido. Solo queda contemplarla desde el otro lado del río Mantaro.

“Eso es mentira”, dice Luis Deza desde su celular. Su padre perteneció al staff de empleados de los primeros años de la Centromin Perú. “Yo viví en Chulec y las fiestas que hacíamos en el Club de Boys Scout se tocaba música británica, Led Zepellin, Pynk Floyd, Black Sabath… Recuerdo la canción del emigrante”. Al compás de esas guitarras pesadas, los gringos que habían emigrado a La Oroya vendían todo al enterarse que un tal Velasco Alvarado les había propinado un kiss ass a sus paisanos de la International Petroleum Company, en el norte del país. Y ahora el militar vendría a por ellos.  Entre esos objetos que los últimos yanquis vendían a los peruanos de Chulec, Deza encontró precisamente el vinilo en el que figuraba la canción del emigrante de Led Zepellin. Años después, el mismo Deza se convertiría en un emigrante ante la agonía económica de La Oroya.

“Así es”, acepta Koki, y dos nuevos amigos se integran a la conversación. Llegan a la Plaza con una botella de ron comprada también en El Tigre. Koki carraspea en señal de que su vaso esta a medio llenar, y continúa:  “En La Oroya habían algunos que escuchaban rock progresivo y heavy, pero eran pocos… y dudo que lo del new wave sea influencia directa de los gringos…– se acomoda el mechoncito con esos dedos de salchicha y echa una pitada en dirección a un grupos de jóvenes reguetoneros que, de rato en rato, ponían el rostro de qué mierda están hablando estos tíos. No, de ninguna manera. Pero si tú quieres creerle a la cojuda de la Karla ese rollo de los gringos, allá tú”, concluye. Koki se refiere a Karla García, la vocalista del grupo de synth pop Irinium. La cantante había afirmado en un programa musical peruano que fueron los norteamericanos los que sembraron el gusto por el new wave en La Oroya. “Esa huevona estaba jugando con muñecas, mientras nosotros ya escuchábamos wave”, agrega Rony, chaqueta de cuero negro, rostro de porcelana china, uno de los mejores amigos de Koki que se unía para ajusticiar a los desorejados. Su cara cada vez que mostraba erudición sobre géneros y bandas era la réplica del meme “Joder, esto sí es cine”, incluido el cigarrillo en la boca.

Calentando la noche en la Plaza Constitución. DJ Doch, Rony y el autor de este reportaje ajusticiando a los desorejados.

“En las exposiciones de pintura que hacía me hablaron de Irinium – comenta emocionada Rocío Riesco, la sobrina de Laura Riesco, autora de Ximena de dos caminos, una afamada novela ambientada en La Oroya–. Unos amigos me hablaron de ella(Karla García) y su música”. Rocío es pintora y se ha dado un tiempo para contestarme el móvil. Ha retratado varios lugares de La Oroya antigua y recuerda muy bien su adolescencia allá. Como su tía Laura, Rocío insiste en que antes del gobierno de Velasco, todavía se sentía ese distanciamiento, esa frontera invisible de las dos culturas staff y obreros. Pero una tercera emergería: aquellas gentes de Marcavalle que llegaron con negocios propios, una gasolinera, un salón de belleza, un lavadero, o la fonda de los padres de Jechus. ¿Y qué hay de Chulec?, pregunto recordando los pasajes más incendiarios de la novela de su tía. El vecindario más gringo y colorado de toda La Oroya: Chulec. “Recuerdo a los Frazer, Jonhson, los Beatles en el tocadisco, el agua de caño que reemplazaba al licor en nuestras fiestas de adolescentes, escuchando Let it be con los hijos e hijas del staff o también conocida como “planilla en dólares”. “Te diré – agrega orgullosa – mi padre fue el primer peruano en cobrar en dólares, aunque por una confusión”.  Entonces esos muchachos compartieron tanto que hoy en día se puede encontrar oroyinos bautizados con nombres ostentosos como Robert, Kennedy o William. It´s not unusual, como diría Tom Jones, en el tocadiscos favorito de Rocío, que no haya registro de algún gringo con ganas de escuchar post punk o new wave mientras ellos estaban en su California Dreamin’.

De Chulec al cortamonte. Una pintura de Rocío, que representa el mestizage cultural en La Oroya entre el Ande y lo norteamericano.

Aunque la empresa norteamericana había llevado toda su cultura, La Oroya se encontraba más cerca a los gringos de Manchester, en Inglaterra. El parecido espacial  que comparten ambas ciudades industriales es impresionante. Incluso el investigador Milton Marcelo en su artículo La Oroya: Ciudad y Patrimonio Industrial plantea rescatar la arquitectura de La Oroya y elevarla al nivel de patrimonio, dada sus extensas similitudes con ciudades industriales como la Industrial Village, en Inglaterra, la Cité ouvrieré, en Francia o la Arbeitersiedlung, en Alemania, y tan cercana a los ya considerados patrimonios industriales como Blaenavon Industrial Landscape o New Lananrk que atraen ingresos para los lugareños en Europa. La Oroya antigua y La Oroya nueva,  las dos zonas más importantes en que se divide el distrito, conforman un circuito de casi dos siglos de historia.

En los primeros segundos de How soon is now? de The Smiths, el video abre con una panorámica de chimeneas y humo, mucho humo, fábricas y avenidas grises, gente embozada en sus lamentos de obrero, entre bloques de concreto, viviendo bajo tejados de dos aguas y el cielo gris y dispuesto a mojarlo todo. Uno que va de Lima hacia La Oroya podrá reconocerla por sus viejos pinos bordeando la Carretera Central, por sus enormes cerros blanqueados por las lluvias ácidas que muchas veces denunciaron los indigenistas allá por 1930, y luego el río Mantaro emitiendo su sinfonía contaminada de escoria, todo esto acompañando al viajero que ha tocado las puertas del cielo y ha aguantado el terrible soroche que provoca la cordillera de Los Andes. En el 2014 el grupo ruso Motorama llegó hasta La Oroya. ¡Motorama en La Oroya! Sus integrantes acostumbrados a las gélidas estepas fueron vencidos por la altura, uno de ellos,  cuenta la banda Zoom que los teloneó, tuvo que echar mano de una máquina de oxígeno para recuperarse. Realmente valía la pena cantar una canción como Alps en un lugar como ese. Hay algunos que han comercializado ya la frase “¡Manchester La Oroya!”.

No solo Motorama estuvo en La Oroya, también la banda alemana Namnambulu y la sueca Elegant Machinary.  Crédito fotográfico Worked Music.

DJ Málu, por ejemplo, quien ahora pincha “música de La Oroya Manchester” en discotecas de Lima como el Bar 634 declara vía Zoom: “Recuerdo la vez que traje videos de The Smiths, que por entonces era la novedad en La Oroya, y no como ahora que cualquiera se peina como Morrisey. Veíamos en el televisor cómo los Smiths andaban en las calles de Manchester en bicicleta[1], en callejones y fábricas abandonadas…

[1] Se refiere a la canción Stop Me If You Think You've Heard This One Before.

3. La Cabaña

Si uno quisiera hacer negocios en La Oroya debe considerar la opción de estampar en su logo comercial las dos chimeneas de la empresa, aunque solamente quede una.

Es que no se puede dejar de concebir una Oroya sin sus talleres metalúrgicos,  su ferrocarril, sus campamentos obreros o la calle Darío León, nombrada así por el hombre que murió en la construcción de esas chimeneas que superan los 160 metros. Alguien que la atraviesa podrá alargar el cuello, desde una ventanilla empañada del bus, y divisará a la derecha un puñado de carpas azules y comerciantes que se multiplican hacia una cuesta, mas allá una fila de casas mustias y perros dormitando en pórticos de hojalata. Pero el hipotético observador ha pasado en mal momento. No es viernes, ni sábado. Tampoco se ha puesto el sol. En la mitad de una pendiente que se dirige hacia lo más alto de La Oroya antigua, una discoteca, extraviada como un islote en altamar, abre sus puertas los fines de semana. Es el negocio de un hombre con apodo de lepidóptero.

Papillon (mariposa en francés) o Papi, para los amigos, es el dueño de La Cabaña. Un  refugio para los que quieren escuchar música new wave, post punk, indie, rock y, últimamente, synth pop. Grupos de cuarentones visten gabanes negros, botas o chancabuques, algún polo estampado con la portada del Unknown Pleasures o una foto de los Smiths, peinados de búho a lo A flock of Seagulls, o lo que pudo hacer el barbero. Y las chicas con vestidos de látex cortos o chaquetas negras, pintadas los ojos a lo Roberth Smith, o a lo que humildemente pudieron hacer con sus maquillajes Avon, aparecen solas o emparejadas con otras chicas, siempre divinas y saludando a Papi con un beso en el cachete. Ahí están las Chinitas, hace mucho que no habían vuelto para una fiesta de Año Nuevo, ¡mua!, un beso para Papillon, ¡mua, mua!, para la novia de Jim, el hijo de Papillon, ¡mua, mua!, para la hija de Papi y, triple mua para Mamilona, la esposa del dueño de La Cabaña.

Han llegado tras las Chinitas dos jóvenes, casi adolescentes, y Papillon les ha pedido el brazalete o los veinte soles para ingresar a la fiesta, los chicos no están de negro, y Papi duda, pero dicen que han venido a celebrar, a escuchar OMD, Elegant Machinary y Waltzing Along de James, considerada como un himno de La Oroya. Papillon está convencido. Le dice a su esposa con una seña que atienda a los jovencitos, la mujer con toda su enormidad sale a recibir a los clientes que piden a James, pero aquí también se ha venido a beber así que toda canción debe pedirse con una cerveza o calientito[2]. Acceden. Luego salen a la pista la hija de Papi y su nuera a bailar Kiss of Love, solo la novia de Jim ha venido con el outfit del evento, la hija de Papi, en cambio, vestía un pantalón blanco que la destacaba de las demás. La música se impregnaba en sus movimientos, sus piernas, sus caderas ondulantes:

I felt the sun on me

(quieta la cintura, la cabeza a la izquierda y la derecha, mirando a nadie)

Made me see something I can't explain

(echa el pelo hacia adelante y vuelan las notas del sintetizador,

 mientras sigues en el vaivén)

Something in the wind

(tus piernas retumban con el taconeo de tus botas,

siguen el ritmo, uno, dos, uno, dos, de la batería electrónica)

Calling my name

(y entonces, bella, quiero saber tu nombre)

 

“Es una forma de animar a la gente”, dice Mamilona, mientras observa y aplaude la exhibición de su hija y su nuera. La gente se destornilla de sus asientos, dos chicos quieren bailar con la hija de Papi, pero dicen que mejor a la otra canción, exigen a James. Solo un periodista, quien deja de observar y hacer preguntas, se lanza antes de que termine Kiss of love, la chica sigue en su mundo y al finalizar le dice: “Mi nombre es …”

[2] Trago hecho con la mezcla de alcohol de caña de azúcar, miel o azúcar quemada, y yerbas andinas seleccionadas. Debe tomarse obligadamente mientras esté caliente y puede combinarse con ron o pisco.

Una esposa dark. Mamilona animando a los asistentes a bailar new wave.

Esa era la noche previa al Año Nuevo de 2019 y Jim Pérez, el hijo mayor de Papillon, se ha subido al tercer nivel de La Cabaña para preparar el escenario para una exhibición de su hermano, Elvis Pérez, odontólogo de profesión, outfit de color, gafas y un peinado a lo Loquillo. Prueban la batería, el bajo, las guitarras, hola, hola, sí, sí, buenas noches, sí, uno, dos, bienvenidos a La Oroya, y Jim le lanza un fondo musical para asegurarse, suenan los pitidos de fábricas inglesas, los ocho primeros pitidos en Everything Counts, y Elvis suelta, uno, dos, bienvenidos a La Cabaña Oroya Manchester, sí, ¡Manchester La Oroya!

Un negocio familiar. El hijo de Papillon ejecutando unos covers horas antes del Año Nuevo.

Hace muchas décadas en Manchester, bajo esa bóveda gris y lluviosa, cuando al otro lado del mundo Los Cuervos iban aún al colegio y no soñaban con chaquetas de cuero, la escena new wave inglesa se consolidaba en el club La Hacienda. Allí se hicieron visibles bandas como Joy Division y luego New Order de la mano de Factory Records, cuyos fundadores tuvieron la idea de construir ese club bajo la premisa «Para devolver a la ciudad lo que os ha dado». Y ahora aquí, muchos años después del vuelo de Los Cuervos, Papillon gozaba de los frutos de una idea tan patriota y visionaria como la de los dueños de La Hacienda.

Eran los ochenta. Un día un ingeniero vino con un casete. No recuerdo el tema ahora, no importa… Me dijo que, si lo ponía en la máquina, me aseguraba la tomadera con sus colegas…Y…y... ya, pes. Como estaba cansado de que en mi local los chicheros venían más a pelearse que a beber, y como estaba vacío el local esa noche, coloqué el casete. Los ingenieros de la empresa eran tranquilos, chupaban, chupaban, y no buscaban pleitos y entonces le dije a mi señora, mira ve, este es la tercera vez que vienen para tomar con esa música ¿qué te parece si? Y así se fundó La Cabaña, esta cabaña, por su forma de cabaña y porque estaba en otro lugar, porque aquí en Darío León llevamos unos años, nomás, pero La Cabaña desde entonces alternaba con new wave, rock y chicha. Hasta que nos centramos solo en esto.

Pero antes era mejor. Venían desde Lima y otros países en fechas especiales, la gente cuando aún estaba la empresa Doe Run frecuentaba la zona, teníamos acogida, se gozaba más. Cuando la empresa se fue, la gente se largó. ¿Y qué pasa entonces con este tipo de negocios? Eso no sabe pensar el gobierno, ni los alcaldes, que esto también es cultura ¿o no? Porque, dime tú, ¿dónde has visto que la gente se reúna para escuchar estas músicas en la sierra, en la selva? No hay. ¡No hay, pes! Por eso alguien le dijo Manchester, como Manchester parece La Oroya y no solo por la música, sino porque hay objetos, retazos de lo que alguna vez fue esta parte de La Oroya antigua, con gringos, fiestas, servicios básicos, hospital con cirujanos, autos de lujo, humos y mucha plata. Si tu caminas por la vía del tren, por ese lado de los pampones, comprobarás que toda La Oroya es un museo. Los objetos que te digo están ahí en la intemperie. Cuidado con tropezar con esos tocones que salen de la tierra, los restos de una señal de tren, una caseta, o de algo que ahora está completamente oxidado. Debajo de los pequeños puentes, en medio de la basura acumulada por años que los perros hociquean yo descubrí documentos escritos a máquina, con membretes de la Cerro de Pasco Corporation, retazos de las revistas El Serrano y Centromin, bolígrafos Parker, piezas de primus, de tocadiscos, de porcelana agujereada, retazos de overoles cuyo color y grasa no se han borrado con el sol ni la lluvia. Esa es La Oroya, joven: un museo viviente.

Lo que te dijo Papillon no es todo sobre la fundación de La Cabaña, dice Adolfo “Doch”, cuando le conté esa versión. Adolfo suspira, nostálgico. Dice que va a contar la “verdad”, pero de pronto Rony, " el del cigarrillo en la boca, interrumpe tajante: "La Cabaña era un local de chicha, ¿o no, Doch ?"

Esperen, esperen, digo, ¿por qué Doch? ¿A quién se le ocurre hacerse llamar como la marca de camionetas Dodge? Koki se ríe y coge de bajo de la banqueta una nueva botella de ron. Doch termina de exhalar su nostalgia y confiesa que ya nos comentará el anécdota, que por ahora solo quería desquitarse del mal humor de la política, pues volvía de una larga campaña regional como candidato y no quería hablar de eso aunque Koki y Rony le decían por joder señor alcalde, señor regidor, señor político. Señor Doch.

A ver. ¿Por qué Doch? No es por la marca de vehículos Dodge, eh, como muchos piensan. Doch es un sobrenombre que me pusieron de pequeño, cuando la gente venía a la zapatería de mi padre y me preguntaban mi nombre. Yo, como no sabía pronunciar Adolfo, decía, Doch, Adoch, Adoquito, y desde entonces me dicen así. Doch. Incluso Papillon me llama así y él sabe que La Cabaña no nació de esa forma. Fue entre 1995 y 1996. Yo llegaba con mi flaca desde Lima, un martes, buscando algún local por Darío León, puro chicha había, pero ahí estaba el local de Papillon y su hijo Jim que, por entonces, el muy pendejo, ya tenía grabado algunos casetes que le traían Los Cuervos. No es como lo pinta, Papillon: que los ingenieros venían a beber, esos no escuchaban ni un carajo, porque ya no había ingenieros y menos gringos en La Oroya. Entonces, aquella vez le entregué un casete y Jim ya lo tenía, lo pirateaba el pendejo. Y así se formó La Cabaña, eso es lo que sé. Ahora sus hijos del Papi han aprendido más, se han culturizado musicalmente y le han puesto a La Oroya ese eslogan horrible:“La capital del Synth Pop”.

Aldolfo “Doch” (derecha) junto a un fanático de A Flock of Seagulls.

Espera, espera, Doch. Pero DJ Malu se manifiesta en defensa de Papillon. Dice Malu que era de los pocos locales de ese estilo después de El Árabe, El Stronger y de aquellas fogatas que se improvisaban en el cementerio de Marcavalle.

El bar de Papillon tenía buen sonido – declara vía Meet DJ Malu (Roberto Cirineo Guerra) –  y eso nos gustó. A Koki Flores y Los Cuervos los conocí en el billar de Pepe. Buen jugador, el Koki. Solo superado por el gordo Jechus. A Koki también le decían Negrito. Buen tipo. Buenos gustos musicales. Buenos trapos. La mayoría del soundtrack de La Cabaña, en sus inicios, fue armada por Los Cuervos y varios melómanos de La Oroya. Los Cuervos eran una especie de brigada filantrópica, compartían su música y sus casetes. Uno podía conectar su equipo estéreo en los postes de alumbrado de los bloques obreros y podía escuchar una novedad en la calle, junto a los amigos y un cigarrillo. Hacía mucho frío. Estamos hablando de más de tres mil metros. Música de altura. Allí se encendía la ilusión y esta ingresaba en tu oído mientras el carrete del casete giraba en tu equipo Sony y, ¡pum!, algo nuevo: una caleta[3]. ¿Has escuchado esta caleta? No ¿De quién es? Son de la putamadre. ¡Hey, escucha esta caleta! A ver. ¡Pum!¡pum! De la reputamadre. Ese era el feeling. Ese estado de sorpresa continua. Y los reyes de la “caletas” por supuesto que fueron Los Cuervos y, después de ellos, los Zegarra con el grupo Cleopatra, bien darks ellos; los Pillcos y su influencia punk en La Oroya antigua;luego, Los Gatos, Los Chatos y todas las manchas que iban trayendo sus propias caletas. De todos ellos, Papillon ha bebido algo y, al revés, todos hemos bebido en Papillon.

Regresamos a la noche previa del Año Nuevo. Ha terminado Kiss of love y la hija de Papi no se ha detenido a beber. Su cuñada tampoco. Pero han logrado que el cliente “emblemático” de La Cabaña abandone  la pantallita de su celular. Está en el medio de las dos, da todo de sí, canta cerrando los ojos, y de pronto ha crecido, su rostro es más afilado, la barriga se le ha subido al pecho. La timidez es una nota disonante en esta pista de baile.

Papillon vuelve de la puerta de ingreso. Casi salta de dos en dos las gradas de La Cabaña. Otea el segundo piso: las Chinitas siguen bailando solas. Al cliente emblemático le siguen creciendo más cosas. Los chicos de la barra piden Nosferatu, no les basta con Caifanes, aunque les peinen el alma. Despega hacia el tercer piso, bajo las discobolas de colores estira su cuello arrugado de tortuga: su hijo Elvis está conversando con sus músicos. Jim está en la cabina de control. Todo marcha bien, excepto en el urinario. Otra vez está ocupado por un borracho. Papi golpea la puerta de triplay. ¿Todo bien? No quiere ensuciarse las manos con problemas. Ya ha tenido bastante con pelearse a cabezazos con clientes que venían a fumar marihuana. Pero aquella noche varios fumamos en el callejón aledaño a La Cabaña, porque siempre estaba cerrada la puerta de triplay.

– Ya no es como antes – dice Papillon, mientras se pasa una mano por su calavera.

[3] Término que se usa en Perú para referirse a algo “poco conocido”.

The Dark Knight. De día un ciudadano común y de noche Papillón. Crédito de la fotografía Elvis Pérez.

Se consuela con la historia de los marihuaneros. Viejos tiempos aquellos. Los hizo rodar por esas escaleras empinadas de La Cabaña. ¿Para qué traer droga en un lugar donde sobraba la adicción musical?, parece meditar Papi. Ya nada es como antes. Después de medianoche, mientras Elvis Pérez toca con su banda y otros novatos los rellenan, Mamilona cuenta las cabezas. A diferencia de otros años, la concurrencia ha disminuido. A veces, Papillon recuerda La Oroya antigua y se empecina en los gringos, en la Centromín, incluso en la Doe Run, antes de morir asfixiada por la deuda ambiental y piensa en hacer resurgir su discoteca, ahora con Jim, con Elvis, con su hija y su nuera atrapando miradas. Incluso ha mandado a hacer un logo (con la chimenea, por supuesto) como fondo de agua para las proyecciones de los videoclips en la pantalla led de su televisor: “La Cabaña - Oroya Manchester”. Entonces vuelve a descender al segundo piso, sigue vendiendo entradas. Todavía hay esperanza, son las 2 de la mañana del 1 de enero del 2020. Un vaho repta por esas escalaras empinadas. Se arrastra entre nuestros pies. No son los espíritus de los gringos, ni de los ingenieros de la Centromin. No son los humos de una probable resurrección económica. Son solo los humos que un día vinieron y nublaron los ojos de miles de oroyinos como Papillon.

Música de altura. El logo de La Cabaña, con la clásica chimenea de fondo.

4.  El rey de las fiestas

– Siempre te veo con hembritas, ¿acá hay fiestas? – preguntó el teniente Burgos.

A mediados de los ochenta, en Los Diablos Rojos, un local de la calle Lima en La Oroya antigua, un par de soldados con pasamontañas custodiaban la entrada. Estaban allí para ver con los ojos cristalizados de frío a las hembras que el teniente les había prometido. Pero nadie ingresó a divertirse. Quien sabía si se trataba de un engaño, una redada. Dentro de Los Diablos Rojos, Koki Flores con el mechón estropeado por el humo de sus cigarrillos, mirando con desdicha los vasos vacíos, se granputeaba: ¿Pero cómo carajos se le había ocurrido hacer una fiesta con dos militares en la puerta del local?  

La vez en que Burgos llegó endiablado a patear la puerta de la tiendita de Hugo porque se escuchaba hasta la esquina los ecos de una “caleta” del new wave, fue útil tener a los militares de su parte. “Todos callados. ¡Shhh!”, ordenaron Los Cuervos.

–      ¡Abran o rompemos la puerta! –  gruñían como lobos acostumbrados al olor de la sangre.

En ese rectángulo que dejaba el pasamontañas negro de los militares, donde los ojos se pueden leer solo con la memoria de la sinceridad, sobresalía un mostacho, los pelambres inconfundibles del teniente Burgos.

–      Hola, Koki, ¿cómo has estado? – dijo el teniente, al ser reconocido. –Siempre te veo con hembritas, ¿acá hay fiestas? Si quieres te puedo prestar a un par de perros (soldados) para que no los molesten.

Y esa noche los subordinados del teniente tampoco pudieron cebarse con las hembritas. Definitivamente, recuerda El Dólar (Oscar Vila, uno de Los Cuervos no reconocidos por el tribunal institucional del estado mayor de Koki Flores), las chicas se apegaban a esa élite. La gente les abría paso cuando los veía venir con el look a lo Ian McCulloch. O quizá porque eran raros, diferentes, como los caballos que en las canciones de Echo & the Bunnymen andaban sin cabeza y danzando, odiando todo tipo de falsedades en sus pequeños corazones quebradizos. Es decir, únicos. Tal vez eso era el imán. Recuerden que a algunas mujeres les fascina los disparos en la oscuridad.

 “Nuestra mayor ambición fue un acto de rebeldía… Decir: oye, estoy aquí. Fue un tiempo en el que empezamos a descubrir muchas cosas”, relata El Dólar en 2022, en su clínica de fisioterapia en Lima. Enseguida un carrusel de anécdotas: las sesiones de garage en La Oroya, donde se escuchaban las caletas hasta el anochecer, con un trago en el barrio de Buenos Aires o en alguna casa en Marcavalle, alternando con el básquetbol, uno de los deportes que - ahora sí podríamos asegurar - heredado de los gringos de la Cerro de Pasco Corporation.

–       El new wave se hace más fuerte porque puede captar adeptos dependiendo de su estado de ánimo. Nosotros fuimos los primeros en poguear en La Oroya. No con música metal, sino con new wave – dice El Dólar dentro de su consultorio. La mascarilla que lleva aún nos recuerda la pandemia.

Al otro lado de la ciudad de Lima, Joel Rojas, filósofo, profesor, musicólogo, editor, activista, empresario, bohemio, dandy… y, lo más importante, creador del oxilator (oc-ci-lei-tor), un instrumento “antimusical” inventado en La Oroya que funcionaba con la luz y hacía sonidos “oxidados”. Fue estrenado y abucheado por los chicos del synth pop  a inicios de los 2000 cuando Rojas hacía aullar su incomprendida creación en los conciertos performance en La Oroya antigua. Este hombre de letras nos recibe en su departamento del Rímac y nos habla, echado sobre su catre de metal como si fuera el diván de Freud, sobre el ethos oroyino entendido como una manifestación que grupos como Los Cuervos, Los Gatos, Los Chatos, Los Pillcos, Los Cleopatra, quisieron definir en su momento con sus fiestas, sus chancabuques y sus huesos rotos. El ethos oroyino, trata de explicarnos, murió en el momento en que alguien reconoció en el otro “un vacío en el aire metafísico que nadie ha de palpar / el claustro de un silencio que habló a flor de fuego”, recita Rojas recordando a su poeta favorito César Vallejo y finaliza como en el poema, que La Oroya, “esa Oroya musical, murió un día en que Dios estuvo enfermo (de los oídos)”.

Pero durante el apogeo de los ochenta, Los Cuervos y sus compinches se enfrentaban de la mejor forma al metal y la melancolía. Arrojados de casualidad a la orgía terrorista de Sendero Luminoso y la asfixiante vida capitalista de la metalúrgica más grande de Sudamérica, pensaban cómo hacer la mejor fiesta, quizá la más alta y dark de este continente.  ¿Todavía los recordará el calenturiento teniente Burgos?

Como Toño Navarro, otro integrante del nido de Los Cuervos, estudiaba en un colegio high en La Oroya, las chicas más bonitas retozaban por ahí. Hijas de ingenieros peruanos o extranjeros hacían ondear sus sedosas y rubias cabelleras frente a los ojos chinos de adolescentes a punto de estallar. Ahí estaban, por ejemplo, las Buckingham o las hermanas Romero, divinas ellas, todas amigas de Toñito, el íntimo de Koki Flores. Eran las primeras fiestas. “No lo hacíamos para vender tragos (como se suele hacer ahora). Sacábamos impresos en papel azul y distribuíamos en el colegio las invitaciones. La casa de Toño se llenaba con 20 o 30 personas, pasábamos new wave y metal”, rememora Koki, mostrándome una foto opaca en su Instagram.

En una casa en La Oroya. La música lograba amistades más allá de las posiciones económicas de los padres del staff y el sector obrero. Foto tomada del canal de Luis Miguel Woltrom.

Y el flechazo más importante de aquel año no fue con una niña bonita del colegio Mayopampa. Fue un flechazo musical con el autodenominado “Primer Punk de La Oroya”, Luigi Huatuco, con fondo musical de Boys don´t cry de The Cure. Hoy este hecho parecería cursi, acaramelado, pero imaginemos vivir sin Youtube o Spotify, sin nadie que nos pueda traer esa canción que escuchamos en la radio pero que nos retumba en la cabeza. Un amigo con un betamax en la mano en los ochenta era el mejor camino para escuchar una caleta y, por lo tanto, “uno era bien celoso con su música”, dice Luigi Huatuco, miembro vitalicio de Los Cuervos, “hubo sintonía musical a primera vista con Koki”.

Haciendo autostop. Finales de los ochenta, de izquierda a derecha, Koki, Luigi Huatuco, Marvin y un amigo de Los Cuervos dirigiéndose hacia un concierto en Tarma.

El padre de Huatuco trabajaba para los ferrocarriles de ENAFER. Esos convoyes que llevaban concentrados hacia el puerto del Callao desde La Oroya y que volvían de Lima grafiteados por pandillas del puerto que vivían otro aluvión musical llamado salsa dura. Pero aquellas pintas eran los únicos mensajes que intercambiaban esos peruanos de la costa y la sierra, tan cercanos y a la vez lejanos culturalmente.

El padre de Luigi, el padre de Koki, el padre de Doch, el padre de los Zegarras… Los padres en La Oroya. Y los padres de sus padres. Trabajaban. Y sostenían a la familia con la tarjeta de la empresa. Desde 1950 en adelante, la Cerro de Pasco Corporation (la precursora de la Centromin Perú) instaló la mercantil, un lugar donde se podía adquirir desde un gramófono hasta carne de oveja raza Junín, la misma que la División Ganadera enviaba a la guerra de Corea. Hasta los gañanes de los pueblos cercanos podían fumarse unas Malboro adquiridas en la mercantil. Y desde los cerros vigilaban, como unos cowboys andinos, los ganados de las pampas de Puy Puy.

Luego la Corporation se nacionalizó, pero la nueva empresa, la Centromin Perú, no retiró el crédito en la mercantil. Entonces los jóvenes y las amas de casa, seguros de que papá resolvería el asunto económico, podían abarrotar la despensa y el ropero.

Probablemente Luigi Huatuco había comprado sus zapatillas Nike en la mercantil. Otro teniente, esta vez un tal Hidalgo, acorraló a los más de menor estatura de Los Cuervos: Toño, Jechus y Luigi. Les quitaron sus Nike, FILA, Reebook, y les mantuvieron mirando por horas las paredes de la carceleta. Un soldado manoseó la casaca de cuero negro de Luigi. Nunca había visto una calavera con peinado de mohicano mirándolo con los cuencos vacíos. ¿Qué iba a saber ese soldado raso sobre punk? Dejó la casaca entre las pertenencias que les habían arrebatado a los tres rebeldes, para salir como una flecha hacia la puerta de la comandancia. El estruendo de vidrios rotos, una, dos y hasta tres  botellas reventándose contra las paredes de la comisaría anunciaban los pasos de un bárbaro al rescate. El teniente Hidalgo prefirió entonces conversar con el líder de Los Cuervos. ¿Había un líder? Koki Flores fue nuevamente reconocido. El rey de las fiestas infinitas. ¡Que salgan afuera esos tres!, ordenó el cachaco, mientras agachaba la cabeza y comparaba esas hermosas Reebook de Koki con sus borceguís deslucidos.

Las otras veces fue por gusto de joder. Los militares que habían sido expectorados hacia estas cumbres peladas, no comprendían por qué el uniforme era aquí una costra que le apestaba a las mujeres. Los mercaderes, los choferes, los dirigentes de los sindicatos, los miraban también de reojo. Los informes de la Comisión de la Verdad y Reconciliación no tienen muchas páginas sobre atentados y masacres senderistas en La Oroya. Los milicos, sin embargo, anhelaban en secreto las fiestas, el trago y las hembras de las fiestas new wave. Por eso, ahí estaba nuevamente Koki lanzando botellas al aire, y Huatuco y los demás desafiando a la autoridad. Y para cerrar la bronca, Koki volviendo de no se sabe dónde con un bate de beisbol para aplastar cabezas y, finalmente, correr, correr, porque simplemente no quería despeinarse con un derechazo.

Porque a Koki sí le importaba la apariencia, recuerda Luigi Huatuco, desde una ventana de Zoom. Una vez alguien recomendó a Koki para un trabajo. Lo aceptaron. El primer día Koki llegó deslumbrante, con su peinado a lo David Gahan y sus botas punta de acero. La correa del jean escandalosamente grande como un corsario. “No lo he contratado para que haga modelaje”, dijo su jefe al verlo y pensando ya en un reemplazo.

El estilo es el hombre. Koki Flores siendo él mismo sobre la pista de modelaje en un evento de ropa y música dark de DJ Doch.

5. Los días y las sombras

–Ian Curtis[4] nació en La Oroya – para confirmar le escribí esto por Messenger, al día siguiente de nuestra última borrachera.

– Skarlette, mi hija, es la que nació en La Oroya. Ian KURT en Huancayo – respondió Koki Flores.

– Gracias por la corrección – vuelvo a teclear. Y luego me adjunta un flyer  sobre su presentación en la discoteca Yacana, de Lima. El volante reza “DJ Koki Flores junto a DJ Doch Project”, ambos por La Oroya, en un tributo a la música underground. Y de fondo, por supuesto, la silueta de la fundición.

[4] Nombre del vocalista del grupo de post punk Joy División. A pesar de su talento, Curtis se suicidó a temprana edad pero dejó para la historia temas como Love will tears up apart.

El trabajo soñado. Flyer digital de las presentaciones de DJ Doch y DJ Koki en una discoteca de Lima.

Desde entonces, he vuelto a hurgar esporádicamente el nido de Los Cuervos. La mayoría tiene hijos y un trabajo ensordecedor, o sea, sin música. Koki, después de enterarse de que iba a nacer Skarlette, se planteó continuar su carrera de Sociología en la Universidad Nacional del Centro, pero las ideas intelectuales de Comte y Weber no lo seducirían tanto como las notas elongadas de un sintetizador. Entonces trabajó en lo que más se acercaba a la música: el taxi. Porque conducir un taxi representaba, a diferencia de otros oficios, la posibilidad de escuchar con libertad. Escoger y escuchar tú música para hacer soportable las horas pegado al acelerador.

Cuando quise hablar con el resto de “cuervos”, el gordo Jechus se encargó de representarlos: “La verdad me causa risa esto, pero (Los Cuervos) solo éramos un grupo de amigos. En estos momentos no estoy (no estamos) ya para esos trotes. Gracias”, respondió lacónico en un texto de WhatsApp. Enjoy the silence, Jechus, Enjoy the silence, Cuervos.

El último día que los vi en 2023, mientras hablábamos sobre la influencia de Los Cuervos con Eleazar Zegarra, integrante de la legendaria banda Cleopatra, explicó que ser de La Oroya simbolizaba apertura musical. Además no solo bailaban new wave, también guapeaban en Santiago y se conmovían con una tunantada, porque nuestros padres y sus padres, aquellos que te permitían sentir que la vida comienza a los 35 años – como una vez me advirtió Koki, no sé si porque pronto iba a cumplir esa edad y gastaba mis días en algo que, antes del reportaje, ni él mismo podía sospechar – concluías que esa misma atracción por la música se repetía, al son del arpa, del violín, de la tinya, en tu padre, en tu abuelo y sus otros hermanos de socavón.

Las primeras veces que asistí por mi cuenta a la ciudad de La Oroya junto al creador del occilator, salíamos de La Cabaña ebrios y haciendo zetas por el Mercado Municipal rumbo hacia la casa de su abuelo, saludando a los obreros que volvían con el sol o la sombra de la gran chimenea sobre sus cabezas, y siempre me preguntaba cómo había hecho el rey de las fiestas infinitas para sacarse de encima al sistema, a ese futuro, el de obrero o peón, que otros oroyinos aceptaron.

Ante la infame pregunta “¿Y de qué vive Koki Flores?” Yo solo podía - ¡quería! - imaginar una respuesta como esta: “¡De la música!” Que redondo hubiera sido ese final. Pero la respuesta se quedaba en cada fiesta que los acompañé, en esa zona de la memoria en que el alcohol y la música se encargan de escamotear. Por ahí, el término  “comerciante” se cuela en mi libreta. Sin embargo, después de volverme por unos años adicto a la música, creo que la mejor pregunta que no hice, pero que Koki siempre me respondió al final de cada canción, fue: ¿Por qué vive Koki Flores? “¡Por la música!”

***

COLOFÓN

Hace poco me enteré por el celular, cuando Koki terminó de leer el primer borrador de este texto, que Los Cuervos no sabían leer en inglés. Las letras de las canciones británicas que les fascinaba tenían que llevárselas a los mormones americanos de La Oroya. Nos divirtió imaginar a esos “pecadores del new wave” cabrearse con canciones como Heaven knows I'm miserable now. Y cuando no tenían ganas de preguntar por las lirycs, solo les quedaba escuchar. Porque quién le presta atención a los subtítulos de la vida, cuando para algunos lo más importante de nuestra película es el soundtrack.

Un leal seguidor aprovecha una fotografía con Koki Flores (derecha) durante el tributo a Los Violadores en Huancayo.

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